Los condecorados deben saber que han dado todo a cambio de que las dulces partículas sean meras ideas del pasado.
Pittsburgh (Sindical Press) – Leer en la versión digital del semanario Trabajadores la nota sobre el homenaje a 43 personas del sector azucarero por sus aportes a la industria durante más de diez lustros, vuelve a poner en contexto las burdas maneras, en este caso del sindicato oficial, en sus esfuerzos por mantener en el mejor estado posible la capa de barniz sobre la podrida naturaleza del modelo centralizado imperante en Cuba.
El reporte, firmado por la Agencia Cubana de Noticias y con fecha 12 de octubre, además de servir como referencia del empobrecedor continuismo que eleva los síntomas de la crisis sistémica, echa por la borda las posibilidades de mejoras laborales y condena al país a un implacable racionamiento, refleja el irrespeto de premiar con baratijas y aplausos toda una vida dedicada a producir azúcar de caña.
Si triste resulta ver esos rostros envejecidos mostrando el minúsculo trofeo, peor es conocer que de los 161 centrales azucareros que había en 1959 quedan apenas 56. De estos, solo 23 estuvieron activos en la zafra 2022-2023, en la cual se alcanzó la escuálida producción de sólo 350 000 toneladas métricas. Un resultado peor que el obtenido en el año 1850, cuando se logró hacer 396 000 toneladas métricas.
La nacionalización de todos los centrales, ordenada por Fidel Castro en 1960, y sus posteriores impulsos voluntaristas que desembocaron en la fallida zafra de los 10 millones (1969-1970), en la cual se invirtieron ingentes recursos materiales y humanos, sin que se cumpliera el objetivo final, constituyen eventos de raigal importancia en la destrucción de una industria que, en 1991, representó un 90% de los ingresos por exportaciones.
En la actualidad, el régimen tiene que importar azúcar para suplir parte de las necesidades internas, entre ellas la reducida cuota que se entrega mensualmente por la libreta de racionamiento consistente en tres libras per cápita.
Ante la estela de sucesos negativos, la entusiasta premiación carece de sentido. Los obreros condecorados deben saber que lo han dado todo en sus puestos de trabajo a cambio de que las dulces partículas que ayudaban a elaborador sabrosos postres, endulzar el café o mitigar el hambre, diluidas en un vaso con agua, sean meras ideas del pasado, imposible de una más que añorada materialización.
Se trata de otra descarnada burla, dentro de la parafernalia de una revolución venida a menos, que repite su incapacidad para viabilizar la decencia y el sentido común.
Es verdaderamente patético saber que un grupo de aburguesados gordiflones de la oficialista Central de Trabajadores de Cuba haya entregado esas estampillas a una comitiva de ancianos que probablemente no tengan ni qué comer en sus casas, ni tampoco un pedazo de pan, el hoy exótico sorbo de café y mucho menos azúcar.