En la antesala del desfile del Primero de Mayo, el régimen desplegó vigilancia y represión preventiva contra activistas y opositores.
La Habana (Sindical Press) – A medianoche, frente a la farmacia de Jaimanitas —el punto de recogida para el desfile del Primero de Mayo en esa zona de La Habana— ya había personas esperando el ómnibus.
Varias mujeres comentaban la programación publicada por la Unión Eléctrica de Cuba en su canal de Telegram y celebraban que, en conmemoración a la fecha, no cortarían la electricidad.
Luego llegó Elio, un viejo sindicalista retirado, antiguo secretario general del Sindicato de la Industria Ligera, perteneciente a la Central de Trabajadores de Cuba, única permitida por el régimen, y responsable del bloque de Jaimanitas en el desfile. Saludó a todos y lanzó una arenga política.
A las dos llegó la guagua, que se llenó por completo. Bajo la tenue luz interior, se veían rostros angustiados; aunque nadie lo decía, muchos renegaban de haberse levantado tan temprano para repetir lo de todos los años: gritar consignas vacías. Otros, en cambio, mostraban entusiasmo, se contaban chistes y hacían planes.
Para garantizar el “éxito” del desfile, todos los desafectos al régimen —quienes pudieran empañar con algún gesto el buen desempeño de la actividad organizada por el gobierno— fueron advertidos, visitados en sus viviendas, amenazados, vigilados, sitiados e incluso, en algunos casos, detenidos.
Desde el lunes, el gobierno paralizó el transporte público. Ahora, todo el parque automotor estaba dedicado a garantizar la asistencia. Ir en una ventanilla del ómnibus chino a velocidad de crucero por Quinta Avenida era un lujo. La brisa y el panorama dormido de Miramar —con sus mansiones, embajadas, jardines cuidados y farolas relucientes— daban la sensación de un país encantado, donde todo estaba listo: las banderitas, las pancartas, el sitio de concentración de los bloques, listos para fundirse en el “calor del Pueblo” y dar la muestra ritual de apoyo a la revolución y al socialismo.
Ya en el sitio, al dar la orden de marcha, una ola de alegoría recorrió los bloques y, de pronto, todos parecieron sentirse uno. Y entonces sucedió lo extraño: al pasar frente a Raúl y a Díaz-Canel, una fuerza de choque de consignas —algunas de insólita impudicia— salió a coro de las gargantas de quienes desfilaban. Algunos iban cogidos de las manos, otros abrazados, agitando banderitas. Ni una sola protesta. Ninguna mención a injusticias. Ninguna exigencia de derechos para los trabajadores. Solo un coro: ¡Viva! ¡Viva! ¡Viva!
Pasada la escena, se impusieron el desorden y el desconcierto del regreso. Había que encontrar la guagua. Regresar al infierno. Quinta Avenida ya no parecía tan bonita. Las preguntas con respuestas sombrías afeaban el paisaje: ¿Qué haré de comida? ¿Pondrán el agua? ¿Me alcanzará el carbón? ¿Será verdad que no se irá la luz?
Elio viaja en el asiento contiguo. Le pregunto por el misterio de tanta gente en contra de todo esto que, sin embargo, apoya al gobierno y va al desfile. El viejo sindicalista me mira y sonríe. Su respuesta encierra una lógica devastadora, unida a un profundo vacío:
“Inteligencia artificial socialista. La venimos aplicando desde el principio. Mucho antes de que la inventara Elon Musk.”