jueves , 4 diciembre 2025
Distopía comunista
Ruinas de un inmueble en el barrio de Vedado, en La Habana. (El País)

Editorial: La Habana, del sueño republicano a la distopía comunista

El régimen cubano vende decadencia como resistencia cultural. Cada apuntalamiento mínimo se celebra como milagro; cada pared pintada, como eficiencia.

Hubo un tiempo en que La Habana brillaba. Sus calles olían a ambición, sus cafés a ideas, y el Malecón parecía querer abrazar el Atlántico como si fuera su corona. La ciudad respiraba futuro; cada edificio, cada teatro, cada biblioteca prometía modernidad y audacia. La República se pavoneaba como si pudiera sostener semejante joya caribeña.

Y entonces llegó el comunismo. No como un cambio suave, sino como un martillo neumático. La Habana dejó de ser ciudad para convertirse en escenario de una distopía burocrática. Cada balcón apuntalado, cada grieta, cada escombro es un recordatorio brutal de lo que ocurre cuando el poder absoluto decide jugar a ser arquitecto de la ruina. La ciudad envejece, pero no con gracia: se arrastra, con la dignidad pulverizada y los huesos de concreto crujientes.

La propiedad se convirtió en mito. Antes, las casas tenían dueños; ahora, eran posesión del Estado, esa figura omnipotente que mira cómo todo se derrumba mientras escribe discursos sobre justicia social. Reparar un edificio es heroico; lograr que una tubería funcione, casi milagroso. Cada intento de reconstrucción choca con la burocracia como si fuera un muro de hormigón: inamovible, absurdo, cruel.

La ironía es grotesca: la propaganda proclama la utopía mientras los edificios se caen sobre los ciudadanos. La Habana es un museo de fantasmas, pero no elegante; un museo que se desmorona, donde la historia se cubre de polvo y la propaganda se pasea con altivez como si pudiera ocultar la ruina. El Malecón, otrora símbolo de desafío, hoy es escenario de post-apocalipsis fotogénico: turistas haciendo selfies entre escombros y locales contemplando impotentes el derrumbe cotidiano.

El régimen vende decadencia como resistencia cultural. Cada apuntalamiento mínimo se celebra como milagro; cada pared pintada, como eficiencia. La Habana sobrevive a pesar del régimen, no gracias a él. Y la ironía final es que la vida persiste: música que brota de patios, risas que desafían la escasez, resistencia cotidiana que ni la propaganda puede silenciar. La ciudad late, pero con un corazón débil, golpeado por décadas de negligencia sistemática.

El clima tropical y la sal no explican la ruina: el verdadero destructor es el experimento político. La planificación centralizada pulverizó la ciudad; la burocracia la estranguló; la propaganda la maquilló mientras todo se derrumba. Lo que antes era cosmopolita y vibrante hoy es grotesco y espectral. La Habana se ha convertido en cadáver urbano con música de fondo, ron y salsa que suenan a funeral.

Cada grieta es metáfora; cada balcón apuntalado, sentencia; cada edificio desplomado, epitafio. La ciudad que soñó con grandeza hoy advierte: la utopía prometida se convirtió en distopía tangible. La Habana ya no es promesa; es advertencia. La decadencia se vende como autenticidad, el museo de ruinas se presume orgullo, y la vida que persiste solo resiste. Porque la grandeza de una ciudad solo existe mientras haya libertad para construirla.

Dios bendiga a Cuba y a los cubanos

Cuba Sindical
15 de noviembre de 2025